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“Era un chamaco, no entendía bien qué estaba pasando, solo sabía que me daba miedo y ya no quería regresar a la cueva. No sabía que estába tratando con el diablo”.

Apenas habían pasado unos años desde que se terminó la Revolución, pero las cosas ya estaban tranquilas en aquel pueblo en medio de la montaña, localizado en los límites de Morelos y Guerrero.

Ahí había una cueva en particular donde se escondían las mujeres siempre que los revolucionarios llegaban y se las querían llevar. Pero solo se quedaban en la entrada, nadie se atrevía a explorar más allá.

Primer día en la cueva

Don Eusebio era apenas un niño, cuando iba al monte con su papá, su abuelo y un grupo reducido de personas decididos a explorar el cuarto subterráneo. Por la cercanía que hay con el Pueblo minero de Taxco, tenían la esperanza de que encontrar piedras preciosas. O inclusive dinero enterrado, costumbre que tenían los abuelos para evitar que les robaran.

“Recuerdo bien ese día, llegamos con palas, picos, costales hasta el lugar. Ahí descubrí que solo había una entrada al lugar: un hoyo pequeño en el suelo de como medio metro de diámetro. La verdad me dio miedo porque me asomé y pues no se veía nada para adentro, pura oscuridad”.

Amarraron una cuerda y comenzaron a bajar de uno por uno, entrando al primer cuarto de menor tamaño. La distancia desde la entrada de la cueva hasta tocar piso era de unos dos metros. La luz del exterior aún alumbraba parte del interior.

Cuando entraron todos encendieron las palmeras secas con fuego y siguieron el camino: una apertura mediana entre dos paredes que te llevaban a un segundo cuarto.

“Ya que estábamos en el segundo nivel no había nada de luz del exterior. Era un poquito más alto que el primer cuarto. Me acuerdo que había tarántulas en el techo y me dio muchísimo miedo; pero esa no era la única sorpresa: como a dos metros de mi había un vacío hacía abajo, un agujero bien enorme”.

Resulta que ese segundo cuarto era la entrada a la parte profunda de la cueva. Para asombro de todos, había una escalera hechiza de madera.

“Los amigos de mi abuelo la revisaron y pues que se comienzan a bajar. El primero desapareció en medio de la oscuridad después de bajar como unos 2 metros. Cuando llegó hasta abajo nos gritó y entonces los demás le siguieron. Ya cuando yo bajé, estaban iluminando aún con las palmas”.

El último cuarto explorado era una bóveda grandota, ideal para trabajar. Todos sacaron las herramientas y comenzaron a escarbar. Al cabo de unos minutos, Don Eusebio comenzó a escuchar algo a lo lejos: una campana que sonaba dentro de la cueva.

“¿Ya escuchaste eso papá? Suena que ahí hay alguien”, advirtió Eusebio, pero solamente le dijo que lo ignorara.


“Era el sonido de una campana de vaca, que se escuchaba en lo más dentro de la cueva. Pero como nadie hacía caso, pues yo solo me pegué a mi papá”.

Siguieron todos trabajando y, como si esa advertencia no hubiera sido suficiente, el sonido incrementó.

“Cuando lo escuché bien fuerte, vi la mirada hacia la parte oscura de la cueva y clarito vi, dos puntos rojos al fondo, como si fueran unos ojos mirándome”.

En ese momento se escuchó un bramido tan fuerte que todos se quedaron callados. El abuelo de Don Eusebio solo gritó: “ya amigo, déjanos trabajar”, haciendo burla al diablo.

“Yo no entendía. Un toro o vaca no cabía por donde entramos, y ya no había otra salida”.

Después de ese momento todos se salieron.

Segundo día en la cueva

Era muy de mañana cuando regresaron todos los que fueron el primer día. Hicieron el mismo recorrido y se adentraron más a la zona que no habían explorado.

Don Eusebio iba temeroso, pero su papá y abuelo lo jalaron para que perdiera el miedo.

Todo transcurría con normalidad, cuando de pronto uno de los acompañantes gritó “¡Señor! Venga a ver esto”.

El abuelo del señor Eusebio corrió y no entendía lo que estaba viendo: eran huesos de apariencia humana, pero de un tamaño gigante. La curiosidad pudo más que el miedo, por lo que decidió meterlos en un costal y llevárselos a su casa.

“Cuando llegamos a su casa dejó el costal en la sala, y como ya era noche todos nos fuimos a dormir”

Esa noche comenzó todo…

Eran las 3:05 de la mañana, cuando alguien llamó a la puerta de forma insistente. El papá de Don Eusebio se levantó, tomó un rifle y se acercó a la puerta.

“¿Quién?”, preguntó con fuerte voz, pero nadie respondió.

Cuando iba de regreso a la cama los toquidos comenzaron de nuevo pero más fuertes, por lo que en esta ocasión abrió la puerta de golpe y apuntó con el rifle. No había nadie. Se asomó y solo había oscuridad.

“Nos extrañó porque los vecinos más cercanos estaban a unos 300 metros de ahí, y pues no puede caminar alguien tan rápido”.

En la mañana le contaron a su abuelo, pero como era de esperarse no lo tomó importancia.
Ya para la noche nadie recordaba lo que había ocurrido, mientras que los huesos solo los arrumbaron a una esquina de la bodega.

3:05 am. Otra vez los toquidos insistentes, como si alguien tocara con mucha desesperación.

Esta vez se levantó el abuelo de Don Eusebio, quien al primer llamado abrió la puerta y apuntó con el rifle. No había más que oscuridad alrededor. Su esposa se levantó y se puso a rezar. Media hora después los dos se fueron a la cama.

La escena se repitió por 4 días más, hasta que se dieron cuenta que todo comenzó desde que trajeron los huesos a la casa. Sin más que esperar, fueron con el sacerdote del pueblo y le explicaron lo que había sucedido, quien dio la orden de traer a la iglesia aquel costal.

A la mañana siguiente fueron al panteón, donde les iban a dar cristiana sepultura.En el lugar estaban los trabajadores de ahí, el padre, los abuelos de Don Eusebio, sus papás y un hombre desconocido, quien tomó un pedazo de un hueso para llevárselo. Aparantemente lo iban a analizar.

El sacerdote bendijo los huesos, se hizo una pequeña ceremonia y enterraron los huesos.

A la madrugada del siguiente día, los toquidos no cesaron. Por si fuera poco, comenzaron a pasar cosas en la casa: se escuchaba que las sillas se arrastraban, los platos de la alacena sonaban, y mi abuela asegura que una vez vio una sombra cruzar por la sala.

Una semana después, mi abuelo se cansó. Sin decirle a nadie regresó al panteón y desenterró los huesos, se los metió al costal y con ayuda de dos amigos los dejaron en la cueva, justo en donde los habían encontrado.

Desde ese momento, la tranquilidad regresó a la casa.

Unos días después el sacerdote buscó a mi familia, para decirle que aquel hombre que se llevó un pedazo de hueso lo llevó con otra persona para analizarlo. Resulta que sí pertenecía a un humano, pero encontraron otras cosas que no coincidían.

“Nunca nos supieron explicar bien, y mis abuelos ya no le dieron tanta importancia”

La historia de lo ocurrido corrió por el pueblo. Al final, siguieron explorando la cueva, y encontraron nombres escritos en las paredes. Se dice que eran de aquellos que entraban para hacer algún pacto con el diablo.

Por eso decidieron ponerle “La cueva del amigo”, haciendo referencia al demonio.

Redactor: Luis Roberto González

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