En cuestión de segundos, el miedo, la zozobra, la incredulidad se apoderaron de nosotros.
Ante nuestros ojos, edificios se movían; el estruendo y los gritos de pánico se alojaron en nuestras mentes y reviven cada vez que una alerta nos advierte de un nuevo sismo.
El 19 de septiembre del 2017, día en que la tierra tembló con una magnitud de 7.1, nos arrancó a cientos de hermanos mexicanos; durante horas e incluso días, miles de manos se convirtieron en máquinas que removieron los escombros, con el impulso que daba la esperanza de rescatar, con vida a los que más se pudiera.
El puño levantado que exigía un total silencio, se convirtió en una seña que todos reconocíamos; nos paralizaba el corazón por segundos, y daba igual si la vivíamos en los lugares siniestrados o a través de los medios de comunicación; en ese momento todos, en cualquier lugar callábamos con la fe de que algo se escuchara y pudiera ser uno de los nuestros.
Cuando la tierra tembló, temblamos también nosotros; el movimiento nos cimbró hasta el corazón y desde ahí, todo cambio, nos volvimos más humanos y solidarios; hasta los de otra especie, como “Frida”, esa carismática perrita nos ayudó a levantarnos, a encontrarnos y a reconstruirnos.
Cuando la tierra tembló, nos convirtió en hermanos; poco importó el lugar donde vivimos, las ayudas se enviaron a las zonas con mayores daños para los más afectados.
En los días subsecuentes al 19S, no fue extraño ver a gente con toda clase de materiales para remover escombros; todos, después de que las intensas nubes de polvo nos revelaron la catástrofe, solo teníamos una sola idea en la cabeza: ayudar, como fuera, en lo que fuera y desde donde fuera.
Hoy, a cuatro años de la tragedia seguimos reconstruyéndonos, no solo con viviendas, sino de todo lo que nos dejó el día…en que la tierra tembló.
Por: Angélica Estrada
