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Morir en Chipitlán por: Pascal Beltrán del Río

La imagen del Jetta plateado llantas arriba, cubierto en tierra en el fondo del socavón, no ha dejado de aparecérseme en la cabeza.

Sin querer, me imagino los últimos momentos de vida de Juan Mena Romero y su padre, Juan Mena López. Deben de haber sido terribles.

Piense un momento conmigo: usted va rumbo a su trabajo, en la penumbra de la madrugada. Todavía amodorrado, va meditando o platicando con su acompañante. Hace planes para el día o para más adelante en el futuro.

De repente, la tierra se lo traga. El auto cae en un hoyo en el que la oscuridad no es atenuada, como sucede arriba, por el alumbrado público. Está de cabeza, sujetado sólo por el cinturón de seguridad.

No entiende qué pasó. Las luces del tablero del coche le recuerdan dónde se encuentra. El café hirviendo se le derramó encima, pero no siente la quemadura. En esos casos de peligro, la sangre viaja a las extremidades del cuerpo. Por eso en esas situaciones cuesta trabajo tomar decisiones que no sean instintivas, como pelear o huir.

Como puede, saca el celular y le llama a la persona amada. Trata de no sonar demasiado alarmado, pero tiene que darle cuenta precisa de la calamidad, y le pide ayuda.

Se alumbra con la luz del teléfono y evalúa la situación. Afuera sólo se ve tierra. Tierra compacta contra los cristales estrellados, que empiezan a empañarse.

En los hechos, usted y su acompañante están sepultados vivos. El vehículo sigue encendido, pero, ¿por qué se mueve si está al revés? Se pregunta a dónde lo conduce ese movimiento caprichoso de la corriente subterránea.

Trata de abrir la puerta. Es imposible, pero pronto advierte que se trata de una mala idea porque percibe la humedad exterior. La angustia se alterna con la fe. La ayuda viene en camino, se convence. Es cuestión de minutos, quizá de una hora como máximo.

Trata de guardar la calma y conmina a su acompañante a hacer lo mismo. Se recuerda que al menos ambos están vivos. Lo dice en voz alta y lo repite para que aquél lo escuche, pero también para que lo registre su propio inconsciente.

Desaparecida la impresión inicial, comienzan a aparecer dolores en distintas partes del cuerpo. Cierra los puños y respira hondo. El celular en su mano derecha es lo más cercano a un salvavidas.

La hipoxia es un proceso tardado e imperceptible. La espera lo incita reconstruir el recorrido desde que salió de su casa, en Emiliano Zapata, por la avenida Palmira para luego tomar la autopista hacia el norte, rumbo a Cuernavaca.

Luego recuerda lo feliz que se sintió el día que terminaron el llamado Paso Exprés. Los largos meses de la obra fueron un verdadero infierno. Tránsito pesado en un entorno polvoso, dos trayectos por día. Promesas incumplidas de que ya mero, ya mero lo inauguran. Hasta que, por fin, a principios de abril, lo abrieron a la circulación.

Le viene a la memoria lo que un día le contaron: que el congestionamiento vial que había alcanzado la capital de Morelos a fines de los años cincuenta llevó al presidente Adolfo López Mateos a ordenar la construcción de un libramiento de 14 kilómetros de longitud, inaugurado en agosto de 1962.

El nuevo camino rodeó Cuernavaca por el oriente. Cortó los pueblos de Chamilpa, Chapultepec, Acapantzingo y Chipitlán. En ese último lugar se encuentra con la carretera México-Acapulco que hizo el presidente Miguel Alemán, la 95, que cruzaba el centro de Cuernavaca.

Chipitlán, leyó usted alguna vez en un viejo libro de toponimias morelenses, era el lugar de Xipe, dios rojo al que los sacerdotes aztecas rendían culto poniéndose la piel de los sacrificados.

Sobre el mismo trazo del libramiento se construyó el Paso Exprés, una decisión tomada por idéntica razón: la vía ya era insuficiente.

Saca usted cuentas. Cincuenta y cinco años. Nunca en ese tiempo se había abierto un boquete en la carretera. De acuerdo, problemas viales había. Se acuerda de los muchos choques por alcance cuando se asentaba el tráfico. Pero algo así, nunca.

Jamás hubiera imaginado que una obra de más de dos mil millones de pesos, construida para durar 40 años —o al menos eso decían—, estuviese ya obsoleta.

Con los brazos y piernas cansados, usted deja de poner resistencia a la gravedad y permite que el cinturón de seguridad sostenga el peso del cuerpo.

Su acompañante se ha quedado profundamente dormido. Lo puede escuchar jalar aire con fuerza. Su celular se quedó sin batería y decide abrir la mano y dejarlo caer. Y ahora usted también siente cómo el sueño lo va venciendo, sin saber que es la muerte tocando la puerta.

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